Los delitos societarios: expectativas y realidades
La realidad y visión de los delitos societarios
La introducción por primera vez en nuestro Texto punitivo de 1995 de una regulación específica de estas infracciones delictivas (artículos 290 a 297, contenidos en el Capítulo XIII del Título dedicado a los delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico) generó en su momento numerosas polémicas e interrogantes acerca de la necesidad teórica y su instrumentación práctica que, a día de hoy, siguen a mi juicio sin resolverse. Como es sobradamente conocido, estos tipos penales no pretenden únicamente tutelar el patrimonio social o el individual de los socios sino que, más allá, persiguen –o al menos ésa era la intención del legislador– suministrar la oportuna protección penal frente a muy diversas conductas que por su especial gravedad llegan a cuestionar el papel mismo que –esencialmente– las sociedades mercantiles juegan en un orden económico como el nuestro.
El objetivo perseguido por el legislador no era, de todas formas, unidireccional en el sentido de situar en el centro de gravedad de la intervención a las sociedades de capital en sentido estricto (limitadas, anónimas y comanditarias por acciones), sino que adquiere también una dimensión más social cuando incluye, por ejemplo, a las cooperativas, a las mutuas o a las fundaciones (véase el artículo 297 del Código Penal), como entidades a las que proteger frente a los comportamientos que por su lesividad resultan ser más intolerables. Pero, en cualquier caso, es evidente que el trasfondo socioeconómico de una regulación de este tipo es el papel que la limitación de la responsabilidad de las personas físicas a través de la constitución de sociedades ha jugado y sigue jugando para el desarrollo económico en un mercado libre. Lo esencial, como señala el precepto antes mencionado, es que se trate de una entidad (sociedad, en sentido amplio) que opere en el mercado de modo permanente (o que tenga esta vocación como ocurre con las sociedades en formación).
Son además, básicamente, delitos de los que denominamos especiales en atención a los sujetos acotados por la Ley como actores idóneos para la perpetración de las conductas castigadas penalmente. Esencialmente, los administradores de la sociedad, aunque también en algunos casos, los socios mismos, tal y como sucede por ejemplo en supuestos de administración desleal del artículo 295 del Código punitivo. Pero el Código ya tuvo claro que no bastaba centrar la atención en los administradores formalmente designados como tales (artículo 31 previsto, con carácter general, para todos los delitos en los que formalmente sea la sociedad la destinataria de las obligaciones y deberes que materialmente incumple o infringe el administrador), sino que siendo consciente de las múltiples formas de control de una sociedad, acoge también en los delitos societarios a la figura del ‘administrador de hecho’ para no dejar lagunas de punibilidad allí donde se sitúen en la administración de la sociedad a testaferros o personas interpuestas con la finalidad de eludir el control de la legalidad del funcionamiento de las sociedades (véanse, explícitamente, los artículos 290, 293, 294 y 295 del mismo Texto).
Las conductas contenidas en la articulación técnica de los delitos societarios son de lo más variopinto: desde la imposición de acuerdos abusivos prevaliéndose de una mayoría en la junta de accionistas o del órgano de administración, pasando por la adopción de acuerdos basados en mayorías ficticias (obtenidas de diversas formas fraudulentas), por la negación o el impedimento a los socios de sus derechos de información, o de su participación en la gestión o control de la actividad social, o del ejercicio de la suscripción preferente de acciones prevista legalmente, por la administración fraudulenta de los bienes de la sociedad (disponiendo de ellos o contrayendo subrepticiamente obligaciones), así como por último, hasta la elusión del control o inspección por parte de los órganos públicos competentes de aquellas sociedades que participen en mercados objeto de supervisión administrativa. La mayoría de ellos comportamientos que, en fin, ponen en entredicho el normal funcionamiento de una sociedad (recordémoslo, en el sentido amplio al que alude el artículo 297 del Código Penal) por ser gravemente atentatorias de los intereses de la propia sociedad y/o de algunos de sus socios.
A la vista, sin embargo, de las numerosas conductas criminalizadas y de los más de 15 años de vigencia de esta normativa penal, habría cabido esperar una mayor vocación práctica de los preceptos penales a los que venimos haciendo referencia. Según datos del Registro Mercantil, en al año 2012 había en torno a 90.000 sociedades registradas, pero en el año 2006 la cifra se acercaba nada menos que a casi 150.000 sociedades, algo que naturalmente evidencia que oportunidades delictivas para la comisión de delitos societarios, desde luego, no faltaban.
Cabe preguntarse, en fin, qué motivos han conducido a una relativamente escasa virtualidad práctica de los delitos societarios regulados en nuestro Texto punitivo. Sin duda, en primer lugar, influye la innegable tendencia de nuestra magistratura a considerar extrapenales la mayoría de los ilícitos cometidos en el ámbito societario, y a cerrar o a no abrir tan siquiera la vía penal por las presuntas irregularidades que se denuncian o por las que se interponen querellas (hay que recordar, además, que para la perseguibilidad de estas infracciones penales el artículo 296 del mencionado Código exige la interposición de al menos denuncia por parte de la persona agraviada o de su representante legal, lo que los convierte en delitos semipúblicos que no pueden ser perseguidos de oficio por el Ministerio Fiscal). Qué duda cabe que la naturaleza de ultima ratio del Derecho Penal inspira aquí a nuestros Jueces del Orden Penal a ser renuentes a este tipo de procedimientos. Tampoco es descartable, en conexión con ello, y en segundo lugar, la complejidad que entrañan muchos de estos procedimientos (en los que, por ejemplo, los conocimientos de contabilidad e ‘ingeniería’ financiera resultan esenciales para evidenciar las conductas fraudulentas objeto de investigación e instrucción) y la carencia –en tercer lugar– de una especialización de nuestros órganos judiciales, naturalmente fuera de la propia de los Juzgados de lo Mercantil.
En conclusión, si algún consejo práctico puede darse sobre la materia a cualquier letrado que se enfrente a un procedimiento por delito societario, es sin duda dedicar un especial cuidado a la prueba que se posee y a la que se pueda acceder con la apertura de la fase de instrucción, para construir y recopilar indicios racionales suficientes y convincentes de la actividad social fraudulenta que se intenta perseguir. Sin duda, en este punto la pericial judicial y de parte se erigen en protagonistas en no pocas ocasiones, pues casi siempre la acusación se mueve en un entorno hostil en el que el acceso a los medios de prueba será impedido u obstaculizado por socios o administradores que gozan o han gozado de una mayoría en su órgano respectivo para controlar la actividad social.