“Liderazgo: potestas vs auctoritas”
Hace unos días leí el artículo ‘Lo que nunca debimos olvidar de los romanos’ de Iñaki Posadas, en el que decía que el liderazgo en España es una asignatura pendiente, vivimos perpetuados en una sociedad de ordeno y mando ‘porque siempre se ha hecho así…’ y cuando se intentan introducir en una empresa temas relacionados con la gestión de personas son acogidos con un gran escepticismo, ya que normalmente, los resultados de estas políticas son a medio-largo plazo y no hacen ‘aparecer ceros’ por arte de magia en la cuenta de resultados. A pesar de que se lleve poco a la práctica, el arte del liderazgo era ya algo sobre lo que teorizaban los romanos allá por el año 27 a.C… y sobre este arte, dejaron un legado que no vendría nada mal que tuviésemos en cuenta en estos tiempos modernos.
En la cultura romana se distinguía la potestas de la auctoritas. Potestas era el poder que se poseía simplemente por ostentar un cargo jerárquico. Si un directivo ostenta sólo este grado de poder, as personas no le obedecen a él, sino a su cargo, independientemente de quien lo ocupe, su poder durará lo que su posición en el mismo. La persona que sólo ostente este tipo de poder obtendrá la sumisión de sus subordinados, pero nunca ganará su respeto. Auctoritas era la cualidad por la que una persona se hacía merecedora del respeto y admiración de sus semejantes a través de la demostración continuada de experiencia, conocimiento y denotadas habilidades personales. El directivo que tiene auctorictas lleva una vida de trabajo, de esfuerzo, de sacrificio y de conocimiento que le hacen merecedor del honor de ser escuchado.
Cuando hablamos de un auténtico líder la unión de ambas cualidades es totalmente necesaria. Quizá la potestas nos pueda ser dada, pero la auctoritas debemos ganárnosla en ‘el campo de batalla’. De ahí que el ‘triunfo’ romano fuera una espectacular ceremonia que se realizaba con el fin de honrar a los generales victoriosos en el campo de batalla, que gozaban de auctoritas entre sus legiones. Como dato curioso, cabe destacar que el general era quien cerraba el desfile, siendo precedido por sus legiones y los prisioneros de guerra. Esto era así porque realmente, la gloria se reconocía a quienes habían luchado de manera directa en la batalla. Esto choca de pleno con las políticas en la empresa moderna, donde muchas veces las medallas y la gloria se las llevan los directivos en lugar de los equipos que hacen posible la obtención de resultados.
Un último detalle era que el general iba acompañado en la biga por un esclavo que, sosteniendo los laureles de la victoria sobre su cabeza, le recordaba constantemente: Respice post te, hominem te esse memento –mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre– y memento mori –recuerda que vas a morir–. Merece especial atención el detalle del esclavo, la clase más baja de la sociedad romana, desfilando en el mismo carro que el general y susurrándole que no importan las alabanzas o la gloria que reciba, pues en el fondo es igual que todos. Una cura de humildad en toda regla que vendría bien recordar a esos grandes directivos que, a veces, olvidan que ellos comenzaron desde abajo. Decía Rousseau que “el más fuerte no lo es nunca lo suficiente para ser siempre el amo, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”.